Existe un camino que desde donde vivo conduce a la orilla del mar. Hoy decidí recorrerlo. Los indicios de la cercanía del invierno son evidentes. Los árboles han perdido sus hojas y las ramas desnudas se levantan hacia el cielo como suplicantes por tiempos más tibios y fructíferos. El camino atraviesa el bosque. Sin cercas ni barreras, sin peligros, los caminantes disfrutan de la naturaleza, los perros y sus dueños encuentran espacio para jugar, los senderos silenciosos atestiguan los deportistas que compiten contra ellos mismo. El aire tiene un olor especial, emana de la tierra húmeda repleta de hojas caídas de otoño.
Los sonidos son múltiples. Pájaros distintos gorjean y emiten sus cantos, los crujidos de las ramas, los pasos sobre la arenilla del sendero…. El ruido del silencio. El sonido de la naturaleza viva.
A cada paso pienso cómo, en tiempos de calentamiento global y amenazas ambientales, un mundo cada vez más urbanizado pierde contacto con la naturaleza. O para decirlo con cierta precisión: como individuos hemos perdido en buena medida el contacto con la naturaleza. Esta se nos aparece ahora, por los medios de comunicación, furiosa y descontrolada: desastres naturales es ahora la expresión. Lluvias como nunca, inundaciones, huracanes, volcanes a punto de explotar, terremotos…. Solo temor y temor parece inspirar.
Mientras camino hacia mi destino reflexionó sobre cómo cada uno de nosotros, tenemos o no tenemos la experiencia de conectarnos con la naturaleza y hacernos, uno y todos, parte de ella. Cada vez más hay menos lugar. Cada vez menos hay más cercanía y contacto. Los afanes y las preocupaciones de cada día nos apartan de la posibilidad de percibir la belleza en cualquiera de sus formas, en cualquiera de sus sonidos. ¡No hay tiempo! Nos privamos de la grandeza y el poder de esta Creación.
Desde lejos ya diviso el mar…. Me estremece el sonido de su furia. Grandes olas rompen en una enorme playa casi desierta. El frio y el viento han espantado a los paseantes. Sólo unos poco se atreven. El clima nunca es tan inclemente como para impedir a sus amantes disfrutar la brisa cargada de sal que despierta y energiza.
El Mar del Norte en diciembre tiene poco parecido al Mar Caribe en cualquier época del año. Pero ambos son mares. El océano que tengo frente a mí, ruge y levanta sus olas movido por la fuerza del viento que es en sí mismo fuente de energía. El cielo gris, se confunde con el agua y las olas plomizas. La fuerza del viento levanta las olas y empuja sus espumas bien adentro en la arena seca, haciéndolas intrusas. Espumas de mar, volátiles y efímeras.
Unos pocos osados desafían el viento, el frio y el oleaje. Vestidos de negro neopreno se sumergen en las aguas y sienten en su piel y en su cuerpo la energía poderosa de ese océano. Están en contacto con la naturaleza. El viento los lleva lejos, no tiene miedo. Saben que ese mismo viento los traerá de regreso a lugar seguro. Se sienten libres. Perciben la magnificencia de la inmensidad sin temor alguno… y regresan.
Y yo los veo desde la orilla. Mientras tanto, pienso en mi mar Caribe, azul y resplandeciente. En la suave y cálida brisa que trae las notas de canciones alegres. En los cuerpos de ropas ligereas que quieren beberse el sol. Es la misma inmensidad. Es la vibrante energía que nos asombra y por la deberíamos sentir el más profundo respeto y devoción.
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Mientras se me enfrían las mejillas por el viento, silbante e insistente, y siento miles de alfileres de frío en las manos, pienso en esos bosques y esos mares, del norte y del sur: Siento su potencia, evoco su grandor. Y mientras mis pensamientos fluyen y mi alma se conecta con esta inmensidad…. Como una manzana a la orilla del mar.